Dada la acostumbrada falta de ideas del sector, podría ser momento de acuñar un adagio. Algo como "si vivís lo suficiente verás todas tus obras favoritas convertidas en producto audiovisual". En ocasiones, sin embargo, esta cínica verdad da lugar a momentos agradables. Es el caso de How Music Got Free, adaptación en formato miniserie documental (¿dos capítulos serían una miniserie?) del volumen homónimo de Stephen Witt —una de mis investigaciones en materia musical predilectas, citada por aquí allá lejos y hace tiempo— que fuera lanzada en junio del año pasado, casi una década después de la publicación del texto original.
Tanto la serie como el libro relatan la historia desde la perspectiva quijotesca de un empleado (casi) raso y un grupo de obsesivos de la inquieta internet1 volteando al orden establecido de la industria discográfica. Pero donde la pluma de Witt se mete con la guerra de patentes que dio lugar al nacimiento del MP3, el documental opta por darle voz a la vivencia de artistas y —quizás lo más interesante— referentes del sector. A partir de su desconcierto y patética reacción podemos trazar una línea que llega hasta nuestros días y explica, en parte, el panorama que atravesamos.
Cuando el streaming se volvió una alternativa viable, la necesidad de licenciar el uso de material con derechos de autor le permitió a las discográficas tomar un camino distinto. La abrupta caída de las ventas de discos físicos fue el aliciente final que encontraron para comprender que debían abrirse al progreso tecnológico y ser socios, no enemigos, de sus innovaciones. El lanzamiento de Spotify fue posible gracias a un 18% de participación accionaria del trío de compañías dominantes. Si bien ese número ha ido cambiando, aún disfrutan de los beneficios de pertenecer. También resultó una lección útil para el futuro.
Parece que fue ayer cuando una extensa lista de artistas —preocupados por el avance de la inteligencia artificial— fueron la punta de lanza de un reclamo que alcanzó los tribunales con rapidez. La idea de un conglomerado empresarial apelando a la litigiosidad para refrenar un conflicto recordó otra época. Pero esta vez, ese impulso agresivo resultó el inicio de una negociación entre las discográficas y dos compañías que utilizan IA generativa como herramienta musical, Suno y Udio. A cambio de que estas últimas incluyan un sistema de detección de infracciones al copyright, las primeras terminarán invirtiendo en su tecnología2.
Es un trato de conveniencia mutua. Cuando el precedente legal desmontó la defensa del «uso razonable» con que los desarrolladores pretendían blindar la forma en que emplean contenido con derechos al entrenar su software, el reloj se puso en contra de su modelo de negocios. En tanto, la industria vio la posibilidad de sacar tajada de esto cual salvoconducto que incrementará sus ganancias en tiempos recesivos a nivel global. Sin embargo, lo que aún no está muy claro es qué le traerá esta alianza por espanto a los artistas. Las señales —por supuesto— no son alentadoras.
Si bien quisiera extenderme sobre la cuestión pronto, no hay que dejar de reportar los recientes casos de grupos generados con IA viralizándose en diversas plataformas como síntoma de una realidad urgente. Mientras las startups que posibilitan crear esos contenidos se profesionalizan y suman herramientas tendientes a facilitar su uso por parte de músicos y productores, la fuerza económica que sostiene el ecosistema se transforma en un socio necesario para garantizar su expansión. Si sumamos el beneplácito del principal canal de difusión a prácticas reñidas con la competencia justa, el panorama se oscurece. ¿Es este el futuro que nos espera?
"Miro hacia arriba y veo una montaña de mierda". Las primeras palabras en salir de la boca de Kingsley Hall, cantante —más bien debería decir vocero— de Benefits en su segundo álbum Constant Noise son una definición perfecta de su cosmovisión. Uno de los puntos de énfasis del dúo, que completa el tecladista Robbie Major, es su origen trabajador. Vienen de Teesside, suerte de conurbano del noreste inglés donde aprendieron a vivir atravesados por la incertidumbre y la mugre: la principal actividad de la ciudad es el procesamiento de químicos como el ácido sulfúrico, el amoníaco y el nailon.
Benefits hace carne lo que predica. Mientras Teesside empieza a ser golpeada por la recesión, ellos no autorizan que sus recitales tengan un costo prohibitivo. "La música no debería ser vista como un lujo, el dominio de los ricos", afirman. También fuerzan a los locales a cerrar temprano para que nadie pierda el último transporte a casa. "Es el mensaje de nuestras canciones y tenemos que bancarlo con nuestros actos". Hall y Major demuestran que todavía se pueden decir cosas y hacerlas. El mundo no cambiará con una sola acción sísmica, sino con cientos de pequeñas obras.
En ese sentido, Constant Noise es un aporte al cambio. Un alarido caótico y enojado, «casi festivo en su asco respecto al mundo», describen en el comunicado de prensa que acompañó su lanzamiento. Lejos del remanido tropo de las obras con mensaje y su alharaca proselitista, Benefits no se para detrás de ninguna bandera ni aduce aires de superioridad moral, artística o intelectual. Lo que hacen es tan simple como mirar lo que te rodea. Si lo que ves es la misma montaña que se encontró Kingsley Hall, no podés quedarte quieto. A menos, claro, que elijas taparte la nariz.
A diferencia de su exitosa contraparte prehistórica The Flintstones, la interpretación de una trama doméstica futurista de Hanna-Barbera The Jetsons duró sólo una temporada de veinticuatro episodios, emitidos entre el 23 de septiembre de 1962 y el 3 de marzo del año siguiente. Es fácil entender por qué. La visión hedonista y desapegada del porvenir que mostraba la familia supersónica pudo ser demasiado para la sociedad yanqui de la época, que afrontaba serias preocupaciones sobre el tema. Si —como se dice vulgarmente— para muestra basta un botón, vaya entonces su segundo capítulo, "A Date With Jet Screamer", como necesario ejemplo3.
George vuelve a casa tras trabajar tres horas (!). Luego de disfrutar su martini automático descubre que su hija Judy participará de un concurso para escribirle un tema a Jet, su ídolo, y ganarse una cita con él. Para sabotearla, sustituye la carta (!!!) con un sinsentido de su hijo Elroy, con tanta mala suerte que éste resulta en una canción muy pegadiza —si no escuchen la versión de Violent Femmes— que se lleva el primer premio. Así, George es cooptado por aquello que decía odiar: su pueril invención, coreada por multitudes, lo catapulta a una fama seductora y convincente.
Es fácil, y por tanto tentador, ser cómplice de la pasividad que nos ofrece la veloz y sugestiva autopista de la evolución tecnológica contemporánea. Lo único que hay que hacer, al fin y al cabo, es lo mismo que los demás: dejarse llevar. Si nadás con la corriente te cansás menos y llegás más lejos. Pero pronto empieza a dificultarse salir. No ves la orilla, no sabés dónde está la tierra firme; todo se vuelve confuso en esa enormidad de similar forma, color y contenido. Dicen que hay cuatro etapas antes de ahogarse. Empezá a contar.
De los que, huelga decir, en algún momento quien esto escribe formó parte.
Si bien no está chequeado, no me sorprendería.