Como si fuera una estrella moribunda, las cenizas de lo que alguna vez fue Twitter —me resisto a llamarle por su nombre de esclavo— siguen haciendo ruido, provocando discusiones e incitando respuestas que van más allá de las hordas de trolls. To wit:
Hay varios motivos por los que este tweet fue borrado. En principio, X Twitter ya no es un espacio donde plantear debates. La discusión se ha pauperizado. En este caso, está viciada de origen por afirmaciones bombásticas: a los discos ya «no los escuchan», lo cual constituye una práctica «oscurantista» hija de (he aquí un intento de concepto) «la spotifización». Eso sí que son 280 caracteres bien cargados. Surgen tantas preguntas que es difícil formularlas todas. La principal —que tiñe también el panorama sociocultural y político— parece ser: ¿qué pasó para que nos volviéramos tan (selectivamente) conservadores?
Toda generalización esconde la marca de una experiencia personal a partir de la que se busca construir un consenso. Los hábitos de consumo se han modificado, sí. Pero esto no es nuevo. Spotify está cerca de la mayoría de edad (¡hasta tiene una serie!) y, aún antes, el MP3 dobló las señas identitarias de la —llamémosle— institución álbum sin romperlas. Si bien el neologismo «spotifización» es ganchero, le falta perspectiva. El nuevo sistema de repartición de regalías, por ejemplo, presagia un futuro mucho más spotifizado. ¿Qué sentido tendría hacer un disco si no cobrás hasta tener más de mil reproducciones por canción? Culpar al consumidor (escucha) por los designios del algoritmo —y los suecos que lo dirigen— es ser un pato y tirarle a las escopetas. Más bien habría que ver si no hay algunas ideas que revisar. Les aseguro que hay un montón. Tantas que se podría elaborar una cronología.
La tesis es algo así: cuando el hip-hop removió al rock del foco brillante de la cultura pop (o consumo de masas) la costumbre de escuchar discos quedó obsoleta junto con el estilo que ayudó a volverlos una obra de arte (o commodity). Así, entre el déficit de atención y la inmediatez, volvimos a los singles. Simple, sin pensar. Con ellos, dicen, se terminaron las narrativas, las secuencias organizadas y demás. Pero como Stephen Witt mostró en su gran libro, no se puede culpar a Spotify del fin del formato físico. Además, al revés de lo que sostiene este argumento, lo otro está más vivo que nunca.
Si no fíjense en el nivel de amor al detalle que tienen los hacedores de Dissect, tal vez el mejor podcast musical que hay allá afuera (¡y es de Spotify!). Lo menciono porque recién cinco años después de su primera temporada llegaron a (algo parecido a) un disco de rock. Las diez anteriores habían sido destinadas a álbumes de hip-hop. Y vaya si había obras con O grande: Kendrick y sus dos discos consagratorios, Kanye y lo propio, el iluminado Frank Ocean, la limonada de Beyoncé, el inefable Tyler. ¿Me van a decir que ahí no hay narrativa? Ni hablar de singles. Todos (o casi todos) estos álbumes nacieron después de la anunciada muerte de la institución.
El objeto de estudio de su desembarco en la cultura rock no es casualidad. Al fin y al cabo In Rainbows es el último disco con una huella cultural relevante en provenir de ese mundo. Quizás ahí radique la cuestión. Por supuesto, mucho tiene que ver en esta canonización su profética comercialización, que anticipó el modelo pague-lo-que-desee del streaming (aunque sin descuidar el formato físico, como demuestran sus lujosas ediciones) y el desinterés de los auteurs por las discográficas. Pero la música, bueno, ellos mismos lo dijeron: es su clásico. Por momentos (al desmenuzar las letras, sobre todo) el podcast roza lo esotérico, y su musicología puede resultar opaca. El punto es eso que sentimos cada vez que se escucha un fragmento de In Rainbows. He aquí un disco de rock. Un objeto de otro tiempo. Pero ese tiempo, ¿pasó para el objeto, o para su circunstancia?
Lo primero que me gustó fue el título. Ya lo dije un montón de veces. En la era de la sobreinformación, la mejor resistencia es cultivar el criterio. La «spotifización» te afecta sólo si no eras curioso de antemano, podría simplificarse. Para los demás, la puerta de entrada se convierte en una tranquera. ¿Se puede entrenar al algoritmo? A priori la respuesta es no. Se puede entrenarse a uno mismo. La misma herramienta que sirve para talar un árbol puede usarse para romper una cadena. Mirar con desdén al consumo masivo de música tampoco es algo nuevo.
Empiezo por el principio: An Ever Changing View es el séptimo disco del inglés Matthew Halsall. De entrada, este es un álbum, así, con acento en la A. O sea que le interesa a nuestro argumento del día. ¿Qué lo hace un álbum? Bueno, Halsall pensó estas composiciones como una unidad desde que las escribió en una casa con vista a la campiña británica. Es lo que se escucha. Una construcción. La pulsión sanguínea de las percusiones sirve de cimiento. Sobre ellas, los elementos melódicos bailan, yendo de la trompeta siempre afilada de Halsall a pianos, flautas y una variedad sonora que hace a un tono general reposado, relajante.
La circularidad de las melodías, que parecen descansar unas sobre otras, contribuye a sentir que desde el momento en que esta experiencia comienza hasta sus últimos segundos nos adentramos en una unidad frondosa pero amigable. An Ever Changing View es un pequeño mundo propio, lleno de ideas y sonidos que parecen ser tocados con una sonrisa en la boca. La misma que te queda como oyente al darte cuenta de que el disco terminó y no te habías dado cuenta del tiempo transcurrido, y de cómo te había transformado.
La pregunta qué es el arte es tan vieja como el arte mismo. Como el tiempo es un círculo plano, se repite una y otra vez. Pero lo único que refleja es la incapacidad de quien se la hace de comprender que su contexto ha cambiado. No, la música nueva no es una mierda. Sólo es otro idioma, y tiene otra forma de expresarse, otro público, otros usos y costumbres. Por supuesto, no es obligación de nadie hablar el esperanto de la contemporaneidad. Pero como diría un hombre de mejor oratoria que la mía, no se metan a pensar si no están acostumbrados.
Íbamos a rockear forever, pero eso —como tantas otras promesas de juventud— no pasó. Las causas por las cuales la lingua franca del rock perdió relevancia en un mundo que pasó a hablar otros idiomas son muchas, de seguro muy interesantes de analizar. El caso es que sucedió. Disfrazar esa intrascendencia con el atavío de la ignorancia ajena es apilar pena sobre pena. Quien hoy no elige lo que antes era ubicuo no es responsable más que de su elección, como antes lo fueron quienes pusieron al rock por encima de las demás manifestaciones culturales de su época transformándolo de petit comité en fenómeno de masas. Cambiarán las formas de consumo, de apreciación y los juicios de relevancia tendrán otro cariz. Esto también pasará. Ayer éramos actores, hoy tenemos suerte si somos testigos. Adaptarse al contexto en vez de pelear contra él es una forma mucho mejor de mantenerse alerta, curioso y feliz.
Todo va cambiando mucho más rápido de lo que podemos entender, es cierto. Pero créanme, es mucho más oscurantista —y, por lo tanto, fácil— apuntar con el dedo que hacer el ejercicio de intentar comprenderlo.