Hace frío, pero no importa. Los tipos avivan un fuego cuerpo a tierra, desparramados sobre la nevisca y el barro. La sucesión de imágenes es reveladora. Francis le saca el cuero a un corte de carne —parece ser entraña1— y lo clava en una rama. Luego lo suspende sobre la fogata recién hecha y se pone a amasar dentro de una bolsa de harina, apenas con agua. Cocina pan directo en la brasa. En minutos, él y su hermano comen un sándwich al abrigo de la inmensa Patagonia argentina en la que nacieron.
La escena es parte de un documental sobre la vida de Francis Mallmann que filmó el portal de e-learning YesChef. En su habitual estilo —esotérico, intoxicante— el chef habla de sus raíces, su periodo de aleccionamiento en la cocina francesa de élite y, quizás lo más importante, de la necesidad de volver a las fuentes que suscitó esa experiencia. "No puedo seguir así", se dijo en su momento de mayor éxito, "siendo un cocinero francés pero nacido en Sudamérica". Así que optó por lo simple. "Los fuegos de casa", como él mismo los llama. Pasaría los próximos treinta años avivándolos.
A lo largo de una hora podés verlo armar unos œufs à la coque perfectos, coser —sí, con “s“— en la mesada de su casa, asar una piña atravesada por un alambre o freír unas papas idílicas. Lo impactante, sin embargo, no es eso. Tampoco las palabras que le dedican sus colegas o lo que piensan los que trabajan con él. Es la dedicación a perfeccionar su métier, para usar una idea que le deben haber inculcado en Francia. "Hacer una carne deliciosa siempre es un misterio. Después de cincuenta años, aún dudo. Necesito estar cerca, saber lo que pasa".
Una clásica frase, mal atribuida a Mark Twain, reza que «es mejor estar callado y parecer un idiota que abrir la boca y confirmarlo». Es un poco lo que pensé de Mikey Shulman, co-fundador y CEO de la iniciativa de inteligencia artificial Suno. En enero fue invitado al podcast 20VC, del empresario inglés Harry Stebbings, y una de sus reflexiones se volvió viral por todas las razones equivocadas. "No es divertido hacer música hoy en día", afirmó con seguridad. "Lleva mucho tiempo y práctica […] Creo que la mayoría de la gente no la pasa bien haciéndolo".
Al día siguiente intentó aclarar. No estaba «desalentando que alguien aprenda un instrumento», sino refiriéndose a quien deja de tocar por «no ser tan bueno» o «no poder mantener la costumbre», escribió en Twitter X. Leyendo ambos textuales la contradicción es aparente. Aún más si escuchás el episodio completo. Allí, Shulman defiende una tesis: el fin de la técnica y la primacía del gusto. En su modelo, la habilidad manual es un atributo secundario. Le importa más la capacidad de interpretar conceptos y resumirlos en el prompt perfecto para que la IA resuelva.
La gaffe (o no tanto) de Shulman cae justo en medio de un par de debates: el rol de la tecnología como constructora de expresiones artísticas y la función de la creatividad —y sus leyes al respecto, que Suno no respeta demasiado2— en el proceso. Pese a lo que dicen las investigaciones, los adalides de esta revolución siguen creyendo que su objetivo es solapar al humano. Sin embargo, lo que producen es spam de alta calidad. En el pasado me aventuré a afirmar que mientras no vean a su desarrollo más como herramienta que como reemplazo, fracasarán sin remedio. En el presente, lo sostengo.
En 2012, un estudio de datación por radiocarbono permitió a los arqueólogos de la universidad de Oxford —liderados por el doctor Thomas Higham— precisar el tiempo de un descubrimiento fascinante. Según la fecha de hechura de unas flautas halladas en las cuevas de Geissenklösterle3, en el sur de Alemania, el ser humano ya hacía música unos cuarenta y tres mil años atrás. Fabricados a partir de huesos de cisne y mamut, estos instrumentos primitivos le permitían a las comunidades mantener sus vínculos y habrían ayudado a la especie a expandirse geográfica y demográficamente.
Durante esos tiempos hostiles, la música resultaba una manera de fortalecer la unión entre individuos que aún estaban comprendiendo su propia conciencia. No resulta tan difícil imaginárselos embelesados por la posibilidad de extraer sonidos de un objeto al que habían transfigurado con sus manos. La capacidad de alterar el mundo que los rodeaba, la potencia vital de sus cuerpos y sus mentes y el poder del hecho musical; todo ello aunado convirtió a los extraños en hermanos, a los seres distantes en una sociedad. Mediante esas notas elementales se enseñaban a sí mismos a crecer y resistir.
El italiano Fabio Mina pensó en las fuerzas que buscan doblegar a la humanidad al componer su cuarto álbum, Existence / Resistance. Su musa fue la lucha de los pueblos originarios por hacer sobrevivir sus culturas pese a la uniformización. Al llevar su instrumento —la flauta traversa— al límite y cruzarlo con las posibilidades de la manipulación sonora, su respiración y las voces de aquellos que lo inspiraron, Mina urde un tapiz en el que los sonidos se confunden y complementan. Su triunfo yace en que el mensaje se trasluzca entre la técnica en lugar de manifestarse a través de ella.
Cuando aún estaba digiriendo —no pun intended— The Master Of Fire me crucé con otro material interesante. Después de los comentarios sobre su intervención en el programa de Ernesto Tenembaum, el dueño del restaurant Anchoita (y de aviones y barcos) Enrique Piñeyro publicó un video para explicar su idea de cocción perfecta. Veinticinco minutos en agua con sal, tres o cuatro en sartén, horno hasta que poniéndole un termómetro verifiques que en su interior tenga 55° —ni más ni menos— de temperatura, breve sellado a la parrilla y cinco a diez minutos más de reposo. Todo eso por un bife.
Hay magia —sí, esa es la palabra— en el proceso de entender e incorporar al cuerpo y la mente el funcionamiento de las cosas. Esto aplica a un cuadro, una salsa o al motor de un auto. Por eso es fundamental respetar los escalones que van abriendo el acceso al saber como lo que son: el camino a un mundo nuevo y deslumbrante. El tecnofeudalismo nos seduce con su eficiencia y productividad, a la que envuelve en un modelo escalable de mejora continua. Pero esa repetición utilitaria prescinde de la singularidad de una experiencia irrepetible e imperfecta.
Una existencia desprovista de fallas o pérdidas de tiempo es mucho más terrorífica de lo que parece. La vida que proponen las plataformas de IA es excesiva en su provisión infinita. Nadie necesita un stock ilimitado de arte. Es preferible encontrar lo que nos gusta, aunque sea mediado por la propia tecnología. Para eso hace falta alimentar nuestro criterio, ejercicio que no tiene un fin pragmático y por ende se aleja de la lógica especulativa que rige estos desarrollos. Al fin y al cabo, como dijera otra frase mal citada, «errare humanum est». No es poco.
A juzgar por el tamaño, modo de limpieza y cocción veloz. Bienvenidas las correcciones.