«Contenido de ajuste perfecto». Ese fue el eufemismo que destapó la olla. Desde que Spotify se volvió el rey de la era del streaming y sus playlists un sinónimo de éxito, los rumores sobre la existencia de artistas "falsos" en la plataforma fueron moneda corriente y objeto de rápidas desmentidas. Sin embargo, alguien no creyó en la palabra oficial. Lo que era un rumor se enrareció con la primera investigación al respecto, del diario sueco Dagens Nyheter. A lo largo del ciclo informativo, ella había mirado expectante. Cuando encontró lo que buscaba, soltó la bomba.
Ella se llama Liz Pelly, y su bomba fue «The Ghosts In The Machine», una nota para la revista Harper’s donde desenrolló con paciencia el ovillo del programa Perfect Fit Content. Pelly reveló que Spotify comisiona a compañías ad hoc piezas musicales genéricas que pueden encajar —de ahí su nombre— en cualquier lista. La recompensa es un porcentaje reducido de regalías para el comisionista y una módica suma monetaria para el comisionado, por lo general un obrero musical a quien el dinero ayuda a subsistir en un panorama incierto motivado, en parte, por iniciativas como esta.
Con el tiempo, Pelly reunió ese y otros descubrimientos fruto de años investigando al gigante del streaming en Mood Machine1, revelador libro de reciente aparición. Su principal hipótesis es que Spotify favorece una «dinámica de la pasividad» en la que las recomendaciones de la «meritocracia derivada del uso de datos» —representada por la teórica «neutralidad» de los algoritmos— reemplazan al ansia de búsqueda. Para alimentar la maquinaria, jerarquizan sus propios contenidos en desmedro de otras músicas. En el proceso maximizan su margen de ganancia. A eso le llamo estar de ambos lados del mostrador: cortar el bacalao y comérselo.
Resulta curioso que uno de los aportes de alguien que tiene una lista larguísima de cosas a su nombre sea algo que él nunca dijo. Por un artículo muy interesante me enteré que la paradoja del hotel de David Hilbert es una paráfrasis de una centenaria ponencia suya, «Über Das Unendliche»2. A partir de sus anotaciones, el teórico ruso George Gamow elaboró esta parábola en One, Two, Three… Infinity. Imaginemos un alojamiento con cuartos infinitos que recibe una cantidad infinita de huéspedes. ¿Cómo hacen? El objetivo de este experimento lógico es demostrar la naturaleza transmutable de lo que conocemos como infinito.
Sé que se estaban preguntando por qué me puse a pensar en esto. Me inspiré en lo que Spotify, en su informe Loud & Clear, llama la «paradoja de la industria musical moderna». Según la compañía, que acostumbra usar números grandilocuentes — habría pagado «diez billones de dólares» en regalías— la repartija creció, pero como hay cada vez más artistas participando de ella, la recompensa se hizo más chica. Si tenemos en cuenta que desde el año pasado más del 80% —aquellos con menos de mil reproducciones— ya no cobran por su música, la conclusión suena absurda.
A su vez, es entendible que 2024 sea el primer año en que la plataforma reportó ganancias. Entre aquel ajuste a los márgenes del pago de derechos, programas como Discovery Mode —que convencen a los músicos de ceder su dinero— y la cada vez más pregnante presencia de contenidos propios en las playlists más populares, el mensaje parece ser que no hay más lugar porque las habitaciones están ocupadas por amigos del dueño. Otra falsa ilusión —la del portal hacia la inmensidad del mundo musical— que se revela como una quimera bien tramada por el marketing de Spotify.
Los primeros reportes de su presencia datan de finales de los ‘60. Cayendo en picada de lo alto de los árboles, el depredador hace su aparición frente a los desprevenidos turistas. Parece un dócil koala, pero no lo es. Sus dientes filosos y actitud agresiva lo diferencian de su primo, fauna característica de la zona del mundo donde ambos residen, la pradera australiana. El ataque puede ser sorpresivo, aunque no mortal. La posibilidad se traslada de boca en boca y sirve como advertencia. Ojo con el "oso que cae", el drop bear. Falta un pequeño detalle: la amenaza no existe.
Cuatro tipos se inspiraron en una realidad en la que esa aclaración no importa. Se llaman Martin Kay, James Wengrow, Zac Sakrewski y Benjamin Shannon. Tampoco importa si sus nombres no te dicen nada, porque eso no es lo que caracteriza a un proyecto que juega con la imaginación y los límites de lo posible desde lo sonoro y en el aspecto formal. Dropbear Lodge —"Hotel Del Drop Bear", sí— construye universos compositivos oblicuos, angulares e inclasificables en los que una ruidosa electricidad alimenta a la improvisación elástica e intensa que es quizás su principal atractivo.
Es, también, una banda que no existe. Los escasos registros hablan de una fundación en 2022, y hacen referencia al «río Meanjin» como su sitio. Esto no parece casual, ya que la denominación refiere al nombre con el que la tribu Turrbal llamaba a la ciudad de Brisbane. Es todo lo que sabemos. O casi. Observando las estadísticas3 vemos que, para Spotify, son uno de los tantos «creadores de contenido» cuya obra no es importante. Otro huésped anónimo del hotel infinito. Pero ellos no se ajustan perfectamente en ningún lado. Eso los hace imprescindibles.
Como es habitual, todo esto despierta una pregunta: ¿qué hacer? El histórico decano de la crítica Ted Gioia escribió que la aparición de la investigación de Pelly es «un llamado a las armas» para la comunidad. Gioia viene siguiendo el tema hace tiempo: en abril de 2023 había contado el caso de Adam Faze, que encontró y compiló una serie de iteraciones de la misma canción con distintos títulos, autores y artes de tapa. Aunque los reportes fueron apareciendo, en los meses y años posteriores Spotify no sólo no cesó en esta práctica, sino que fue sofisticando su esquema.
Lo que Mood Machine deja claro es que en cuanto la compañía comprendió que su modelo de suscripción —si bien exitoso— tenía un techo, movió las fichas hacia la generación de ganancias desde otros ángulos. Sea dicho: Spotify no es un espacio musical, sino una big tech de posicionamiento de contenidos y publicidad. Entender esto nos sirve, como sujetos activos de consumo, para comprender los costos de nuestras decisiones. Quizás resulte inevitable alimentar a esta maquinaria insensible, pero hacerlo de forma racional en lugar de favorecer la indolencia de la que extraen su beneficio es fundamental.
Puede que haya que aceptar la frustrante realidad de que boicotear a la principal plataforma de streaming es una misión quijotesca tanto para los artistas como para el usuario final. Pero eso no implica rechazar la oportunidad de pensar esa elección e inmunizarse contra las estratagemas que buscan conducirnos al automatismo. La música no es un antónimo del silencio: es la expresión única e irrepetible de la creación, la manifestación del núcleo sensible del ser en reacción a su circunstancia. La escucha, entonces, es un acto de conexión con esas emociones. Todavía somos dueños de esa posibilidad. Defendámosla.
Por favor alguien tradúzcalo al español. Rápido.
Para quien pueda interesarle, aquí hay una versión en inglés.
Al día de redacción de estas palabras, por supuesto.