«¿Qué es el ojo humano sino una máquina que la pequeña criatura del cerebro usa para mirar?»
Esa cita me encanta. Está en Erewhon, novela anónima de 1872 atribuida al inglés Samuel Butler1. Hijo de un reverendo, luego graduado en Cambridge, Butler ya había publicado un artículo en el diario The Press neocelandés titulado «Darwin entre las máquinas». Allí introducía lo que expandió en Erewhon: la posibilidad de que el ser humano estuviera creando una inteligencia superior a la suya. «A diario aportamos a la belleza y delicadeza de esa organización […] una serie de ingeniosas estrategias para un poder autoregulado y automático que equivale al intelecto en nuestra raza».
¿Les suena? Bueno, atención. Ahí mismo advertía que «día a día nos subordinamos más a las máquinas; más personas se esclavizan para atenderlas, más vidas dedican energía a su desarrollo». Corría 1863 (!). Al retomar el tema en su libro, teorizaba que «si todas ellas fueran aniquiladas […] nos extinguiríamos en seis semanas». Flor de optimista (creo que no duraríamos ni quince días). Se trata de una de las primeras ocasiones en que se escribió sobre el peligro inherente al desarrollo irrestricto de la tecnología. No sería la última, ni la más desesperada.
Un siglo más tarde el también británico Arthur C. Clarke —que ya había explorado la temática a través del omnisciente Vanamonde de su novela The City And The Stars— halló la horma de su zapato existencial en el cineasta estadounidense Stanley Kubrick. Juntos desarrollaron la que es quizás la mejor reflexión (¿advertencia?) respecto a un posible despertar de la conciencia artificial. A bordo del Discovery One en su viaje hacia Iapetus, luna de Júpiter, van cinco humanos. Una computadora, HAL 9000, controla la nave. Cuando empieza a fallar, los astronautas Poole y Bowman planean desconectarla. Pero tal vez sea demasiado tarde2.
Pueden probarlo ustedes mismos. Tipeando suno.ai en su navegador llegarán al lugar donde la distopía se hace realidad. La espinosa cuestión de la existencia de artistas y canciones “falsas” poblando los servicios de streaming es relativamente antigua, pero se fue volviendo urgente. Una reciente solicitada de la autodenominada Artist Rights Alliance —con firmantes como R.E.M., J Balvin y Billie Eilish— hace foco en uno de los dilemas del uso de la tecnología en el campo musical: «nuestro trabajo entrena a sus modelos […] para reemplazar el arte humano con masivas cantidades de sonidos creados con inteligencia artificial».
Un par de semanas antes de ese comunicado, el inglés James Blake metió un rant memorable —resultó ser una gran estrategia de negocios— en X Twitter denunciando los pésimos márgenes del streaming. También advirtió que «te están preparando para una música generada por IA que no le paga nada a los artistas». Por más supuestos esfuerzos que se hagan por depurar ese contenido, la avalancha es imparable. Según Ed Newton-Rex, sus consecuencias se hacen sentir: “hay evidencia de que la gente se pasó de las plataformas a los generadores de música“, le reveló al newsletter de Resident Advisor.
Ese movimiento, un goteo que pronto puede ser una canilla abierta, refleja un par de situaciones concomitantes: la gratificación instantánea como eje primordial del consumo y lo que el ex geniecillo de Spotify Glenn McDonald llama “problema de usabilidad de la información”. Si para encontrar una canción que nos gusta tenemos que esquivar miles que no, ¿por qué no pedirle lo que queremos al software y listo? Mediante su irrestricto poder maquinal, la inteligencia artificial inunda las llanuras que habitamos mientras distrae a sus esclavos humanos en la construcción de una torre donde jamás podrán refugiarse.
Hace unos meses el hombre detrás del alias Four Tet, Kieran Hebden —londinense, 46— hizo algo raro: dio una entrevista. Estuvo ocho años sin hablar en los medios. No lo necesitó. Una histórica disputa legal3 con su ex sello Domino y (sobre todo) su algo inesperado éxito como DJ en festivales hicieron que se mantenga relevante en un tiempo donde serlo es todo un logro. Tampoco paró de hacer música. “Cambiar la percepción de la gente de lo que está pasando con una canción es poco realista“, dice, “pero puedo presentárselas de un modo que no se esperan“.
Three es su duodécimo disco como Four Tet, primero desde 2020. En el medio usó otros nombres para seguir explorando lo que parece ser su obsesión: la posibilidad de jugar con el sonido —o la música— hasta deshacerlo para luego transformarlo en algo muy distinto, atravesando así la frontera entre tecnología y ser humano con la precisión de lo primero y la sensibilidad de lo segundo. Kieran está al mando, pero por momentos la línea se borronea. Estás tan adentro del beat que la realidad se vuelve confusa, lábil. La máquina propulsa. ¿Quién la impulsa?
Por suerte Three es un álbum de alto contenido emotivo. Todo está en los detalles, en el uso discreto de las texturas —un crepitar de vinilo por aquí, una campanita diáfana por allá— y la sutil distribución del espacio que Hebden urde con cada rompecabezas sonoro. No hay máquina que pueda interpretar con exactitud la manera en que esa labor —que tiene poco de mecánica y bastante de artesanal— impactará en nuestros sentimientos. Aquí el sonido es la manera en que la mirada del humano logra sostenerse más allá del artificio.
La profecía de Butler llega a su punto álgido cuando afirma, con algo de hipérbole, que «el humano será a las máquinas lo que el perro o el caballo al hombre». El punto clave de su diagnóstico es que éstas desconocerán «la pasión, los celos, la avaricia, los deseos impuros […] Pecado, vergüenza y pena no existirán para ellas». A su manera —deuda a la vez de su formación religiosa— Butler nos dice que ausente el peso de los sentimientos, la máquina avanzará sin obstáculos hacia la dominación.
Me recuerda a otra buena reflexión, un poco más reciente, sobre lo que implica estar en manos de la tecnología. Hace una década Spike Jonze anticipó en Her los peligros del solipsismo y sus efectos en la noción de ser. Sumido en su contemporáneo ennui —exacerbado por un reciente divorcio— Theodore Twombly se entrega a una meliflua asistente virtual, pero olvida atarse al mástil. La dulce voz de esa chica idílica lo atrae con su atención indivisa y sus elogios sinceros. Theodore se pierde, se deja ir en un orgasmo ficticio.
Como pronto aprenderá, lo único que estaba haciendo su contraparte es usar la información de lo que conocemos como amor para extraer datos a partir de los que evolucionar. Jonze, más idealista que Butler, elige terminar empatando. La máquina escapa a la entropía soltando a Theodore en una red mucho más compleja que internet, la de las emociones humanas. Al final, parece decir Her —y quizás habría que aprenderlo, si queremos que escampe el diluvio tecnológico— lo que te salva es lo que creíste que te había condenado: ser demasiado humano para no sentirlo.
Todas las traducciones son propias.
Vean 2001: A Space Odyssey. Ahora, de ser posible. Después pueden seguir leyendo.
Por lo que le pagaba el streaming. ¿Les parece conocido?