No voy a preguntar si alguien vio la película. Más bien voy a contarles un par de cosas que me gustan, así después corren a hacerlo1. Detrás de —más bien sobre— la estética entre vaporwave y post-industrial, al costado de las escenas de pelea y carreras alocadas, TRON presenta una serie de entuertos metafísicos. No todo es lo que parece, y hay que estar bastante pillo. Para los que son soñados el soñador es real, aunque su existencia esté en el terreno de lo supuesto. Pero estos entes —llamados, dada su raison d'être, programas— ¿pueden soñar? ¿Tienen imaginación?
Flynn es un genio con una mezcla difícil de complejo de dios y resentimiento. Como buen creador, no cede en el reclamo por la autoría de sus piezas. Pronto verá sus deseos más profundos volverse realidad, y el miedo reemplazará a la arrogancia. La pregunta que deberá responder(se) es: ¿cuán dentro de la máquina es "adentro"? Ya no alcanzará con decidir los designios de un personaje a través de un joystick. Ahora será el joystick, y el personaje. El que se regodeaba de su omnipotencia se sentirá más insignificante que nunca.
Así, Flynn pasará de la megalomanía al mesianismo. Tron —con minúsculas: el hijo pródigo— será su norte. El universo cuadriculado que los encierra los iguala en una aventura donde se pierden los límites entre el ser y lo (¿post? ¿supra?) humano. Los programas, otrora organismos increados —eran apenas caracteres— poseen cuerpo y sensibilidad. Nada los separa de los usuarios. Ansían libertad, sienten dolor, saben de lealtad y de amor. Tron muere y resucita; Flynn se sacrifica y triunfa. Viendo TRON, sin embargo, no queda claro quién está realmente vivo, ni dónde.
Gordos, se vino. (No queda bien decirlo, pero yo avisé.) La temible RIAA —que nuclea a las principales discográficas del planeta— decidió demandar a las startups Suno y Udio, cuyo métier consiste en facilitar la creación de pistas musicales mediante el uso de inteligencia artificial. La razón detrás de este reclamo había sido denunciada por un grupo de compositores en una solicitada donde se quejaban de cómo «nuestro trabajo entrena a sus modelos». Al fin y al cabo, ambas compañías admiten que la base de su desarrollo consiste en aprovechar «esencialmente todo archivo de calidad razonable accesible en internet».
La industria disparó con la munición que mejor le sienta: el copyright. No es de extrañar. Es el estertor del contrato social que aún une al anticuado establishment con lo poco de lo que puede asirse. Lo que no se esperaban es que el adversario tuviera a mano un recurso de nobleza indudable, pero cuya utilización torna fatídico: el fair use, conocido en nuestro idioma como «uso razonable»2. Su respuesta es casi risible. «Donde vemos a educadores, músicos y gente común usando una nueva herramienta para crear música, las discográficas ven una amenaza de mercado».
El humano crea música y la pone a disposición del ciberespacio. Ese arte se integra a la cuadrícula, se transforma en un byte más. Su nueva encarnación digital, incorpórea —indistinguible de las demás secuencias de ceros y unos— alimenta una maquinaria que se atiborra de conocimiento para reconfigurarlo en patrones que representan su manera de inteligir. Luego, la máquina genera. O, a su modo, crea. De afuera el límite parece claro. Pero no es cuestión de semántica, sino de tiempo. Ese rumor en la distancia podría llegar a convertirse en un bramido tectónico. Gordos: se viene.
La sambuca es un instrumento misterioso. Se le ha dado ese nombre a un tipo de lira y también a una suerte de flauta. Sus sonidos son etéreos, casi imperceptibles, como un rumor del viento. El parentesco entre estos artefactos yace en un aspecto vital: la madera de la que están hechos. Al hallar esa materia prima —maleable al punto de curvarse, de tacto delicado— en la naturaleza, veremos que sirve de sostén a un sinfín de flores blancas de dulce aroma, o de bayas de negrura y sabor intensos. Su aspecto, entonces, da la pauta de sus numerosas reencarnaciones.
Una vez extraídas de su ecosistema, las ramas del saúco pasan por un proceso que no puede más que causar dolor. Se las despoja de su centro, se las vacía. Así, sin embargo, es como el hombre ha descubierto que su cavidad hueca es capaz de generar algo nuevo: dar vida a infinidad de melodías que serán tan eternas como la resistencia del árbol de cuyas raíces nacen vástagos sin corazón en los ámbitos más diversos. Es así que si andamos el mundo podremos hallar al saúco en todos sus continentes, tomando mil formas y dando mil frutos.
El saúco es parte del paisaje, pero también de su historia. Ella está en permanente cambio, no es una entidad fija a la que el tiempo no afecta. Por suerte existen quienes eligen dotar a lo construido con el alma de lo que estuvo antes allí. Así, el recuerdo no queda inmóvil, sino que se reinterpreta y reaviva. En eso pensaba al escuchar el homenaje de Nina Corti a la hermosa inmensidad de la Patagonia y, en particular, a ese arbusto que se yergue orgulloso en sus valles, enseñándole a los que por allí pasan una visión ancestral que aflora.
El tipo se pasea orondo por paisajes hostiles de apariencia inofensiva. Pretende que su presencia no se note, pero provoca a las bestias hasta hacerlas reaccionar. Cree en su fantasía de entendimiento mutuo. Se piensa salvador en una tierra de seres que no necesitan quien los custodie. Lejos de ser absuelta por su costado romántico, Grizzly Man resulta un buen ejemplo de lo que puede pasar cuando la naturaleza es pervertida por el ser humano3. No puedo dejar de preguntarme, entonces, cuál será el oso que se coma a su creador en el reino de la inteligencia artificial.
¿Es esta otra de esas invasiones destinadas a fracasar? Ya oímos demasiadas veces la perorata de cómo la tecnología empeora todo, y conocemos los contraargumentos. Las máquinas de ritmo pasaron de basarse en los golpes de un baterista a amenazar con reemplazarlos y terminar como un complemento más. Pero ¿cuál será la calle que la cibernética no pueda cruzar? El otro día escuchaba a Nick Cave, y entre las muchas cosas de las que habló —no se pierdan la nota completa— se refirió a la música como "una de nuestras últimas oportunidades de poder vivir una experiencia trascendente".
"Tenemos que tener cuidado con ella", le advirtió a su interlocutor, un sagaz Stephen Colbert. "La experiencia creativa", aclaró, "es vista como una suerte de impedimento para el producto en sí, y eso me preocupa". Creo que no quiso decir que hay que cuidarse, sino que tenemos que cuidarnos. En otro fragmento —hablando de su pérdida, y de cómo pudo atravesarla— Cave reivindica la naturaleza "vulnerable y precaria" de cada uno de nosotros. En lugar de creernos todopoderosos, quizás sea mejor entender que sólo aceptando lo pequeños que somos podremos soñar con cambiar el mundo.
La tecnología no está exenta de ese costado explotador. Sobran los ejemplos.