Fue una gran sorpresa enterarme que pese a las muchas cosas que creemos que puede hacer la tecnología, una de aparente simpleza está fuera de su alcance. Es lo que pasa cuando alguien como yo se adentra en la llamada literatura de "divulgación científica": conocimientos que para el ojo entrenado son una tontería se vuelven, en la mente del lego, una revelación. ¿Sabía usted que las computadoras son incapaces de encarnar la auténtica aleatoriedad? Bueno, en medio de una cantidad imponente de información, James Bridle suelta casi casualmente el dato en Ways Of Being1.
«La verdadera aleatoriedad», escribe James —que además es artista conceptual— en su estilo electrizante, «es escurridiza: no es una propiedad del objeto […] sino de su relación con los demás». Por lo tanto, «el problema […] es que no tiene sentido desde lo matemático». Quienes tienen un uso para esta cualidad —y los hay— deben buscar ayuda donde lo aleatorio es ley: la naturaleza. Ways Of Being relata el caso de ERNIE, computadora con que los británicos sorteaban su lotería, y su sistema de tubos de gas cuyo fluir era medido y traducido a números. Pero hay muchos ejemplos más.
¿Por qué me interesó esta tangente? Por la conclusión que deriva Bridle. «Para ser participantes útiles del mundo, las computadoras deben interactuar con él». Se parece a la teoría de Alan Turing, que en 1938 pensó que la solución a un auténtico dilema era contar con «una suerte de oráculo» del que «no podemos especificar la forma más que decir que no debe ser una máquina». Según Turing —responsable del modelo computacional con el que se diseña la tecnología que usamos hasta hoy— incluso estos aparatos, en apariencia perfectos, tienen un límite. Creo que hemos empezado a vislumbrar su contorno.
Todo comienza en un cuarto oscuro, iluminado con tenues trazos que apuntan a la(s) presencia(s) más impactante(s) del lugar. Colgando de las paredes, veinte enormes platos dorados resuenan con una sonoridad espectral, subyugante. Azuzado por su espectacularidad, el visitante es conducido por un camino helicoidal y concéntrico. Quizá entonces —cuando regrese al principio— note lo que hasta ahí no había mirado. En la entrada, un pedestal expone su centro, invitando a espiar hacia adentro. Lo que se ve palidece en comparación con lo que significa: allí, en su diminuto recinto, está el responsable de la música. Se llamaba Alvin Lucier.
El recorrido que acabo de describirles se titula Revivification, y está en la Art Gallery of Western Australia. Su protagonista, autor de joyas como I Am Sitting In A Room, murió en 2021. Antes, donó sangre para un proyecto mediante el que Guy Ben-Ary, Nathan Thompson y Matt Gingold —junto al neurocientífico Stuart Hodgetts— le permitirían seguir "creando". Un complejo proceso de conversión llevado a cabo por la universidad de Harvard transformó esas células en «organoides cerebrales». Su actividad electromagnética impulsa los platillos2 de una manera única cada vez, y ese sonido retroalimenta las ¿decisiones compositivas? de este «cerebro in-vitro».
En 1965, Lucier presentó Music For Solo Performer, exploración del uso de las ondas encefálicas donde electrodos conectados a su cabeza controlaban una orquesta. Suena lógico, entonces, que sesenta años después la misma energía siga generando algo novedoso. Por supuesto, también es polémico. En ese sentido, resulta atendible lo que plantea la neurocientífica de la universidad de San Francisco —y cantante de ópera— Indre Viskontas. "La creatividad”, le dijo a NPR, "tiene dos componentes. Uno es la originalidad […] y debe haber un elemento consciente". "Estas células", concluye Viskontas, "no tienen intención". He allí, pareciera, otro atisbo de frontera.
Ya había quedado prendado del disco desde antes de saber que su autora había leído Ways Of Being, aunque coincidir en esa inspiración le diera otra profundidad a mi disfrute y a sus composiciones. Según las notas del lanzamiento, para escribir su tercer álbum Flowers Are Blooming In Antarctica la italiana Laura Agnusdei se sirvió de las historias de James Bridle tanto como de las creaciones fantásticas de su compatriota Luigi Serafini en su Codex Seraphinianus y las ficciones apocalípticas de J.G. Ballard. Pero el resultado musical, como suele suceder, es mucho mayor que la suma de sus partes teóricas.
Es que sería fácil, y por lo tanto tentador, describir lo que contagia de estos temas a través de una letanía de influencias. A su vez, caer en ese facilismo hace palidecer —tal su trampa— lo que busca definir, reduciéndolo a una especie de destilado de otras músicas. En el caso de estas canciones, además, atentaría contra la particularidad de su impulso creativo. Las formas en que Agnusdei traduce sus lecturas sobre mundos posibles parten del sonido de su saxofón y desde allí se ramifican —como el moho physarum que inspira una de ellas— en derivas sorprendentes e inexploradas.
Podríamos, al mismo tiempo, intentar una taxonomía de esas que suelen formar parte de cualquier análisis superficial y que buscan ubicar en la estantería del "género" a la amalgama de factores que resulta en una creación musical. Al igual que listar símiles, es un ejercicio vacío y evanescente, hecho a la medida de la escasa atención que se le presta a los entresijos que existen entre las obras y nuestra comprensión. Flowers Are Blooming In Antarctica nos recuerda cosas, sí. Pero lo más importante es lo que inspira, en un ciclo tan vital como el de la naturaleza.
«No pueden las palabras explicar el acto de trashumanar; que el ejemplo le baste al que tal experiencia dios le reserva»3. El primer canto del Paradiso intenta describir lo indescriptible: el más allá de la condición humana. Por supuesto, en 1321 la idea estaba más relacionada a lo divino —de allí su presencia en la Commedia— que a la alianza de hombre y tecnología. Pasó un tiempo hasta que la ciencia se hizo eco de esta ensoñación. En su ensayo de 1957 «Transhumanism», el biólogo Julian Huxley propuso que «la especie podría, si quisiera, trascenderse […] como humanidad».
A partir de los desarrollos en inteligencia artificial y su aplicación práctica, el belga Fereidoun Esfandiary —cuyo seudónimo era FM-2030— escribió en 1989 Are You A Transhuman?, el manifiesto de esta tendencia filosófica. Allí postula que al usar la tecnología como ayuda indispensable para nuestra subsistencia, la mayor parte de nosotros ya somos, de una forma u otra, transhumanos. Sin embargo, al centrarse en la longevidad, su enfoque biologicista se limita al efecto del progreso en el cuerpo. ¿Qué pasa con nuestros cerebros y su creatividad cuando se combinan con la potencia de las máquinas? Estamos empezando a descubrirlo.
El avance veloz —¿insostenible?— de la IA generativa y su uso extendido en la práctica artística despiertan una y otra vez los mismos interrogantes, que pueden analizarse desde múltiples vertientes. La interrelación que la naturaleza establece entre especies diversas que coexisten en equilibrio resulta, entonces, un necesario espejo. No sólo porque esa red nos contiene, sino porque la armonía que genera enseña algo fundamental. La especie humana no es ni el motor que moviliza la evolución ni el objetivo de su potencial amenaza. Somos partícipes de un diálogo inmenso y eterno. Debemos aprender a escuchar, hablar e interpretar otros idiomas.
En realidad, unos transductores que activan los martillos que los golpean.