Es tan fácil que da miedo. Te gusta bailar, entonces te grabás haciéndolo y lo publicás en internet. En la medida en que tu popularidad aumenta, te contacta alguien que te dice que puede hacerte ganar dinero. No sólo eso: te ofrece mejorar tu vida. Un día vas a verlo y ya no volvés más. Debo decir que soy parcial a los documentales sobre cultos y/o sectas —favorito: The Life And Death Of The People’s Temple— por lo que tiene sentido que conectara con Dancing For The Devil, la historia de 7M Films y su peculiar fundador Robert Shinn.
Lo que resulta de interés es que gran parte del fenómeno se explica por el éxito en la —adictiva, invasiva— plataforma TikTok. Incluso sin entrar en los pormenores de la asociación de su dueña ByteDance con el gobierno chino —o su batalla legal con el estadounidense— el efecto de esta app en la cultura contemporánea se puede explorar desde múltiples aristas. Dancing For The Devil convierte el esfuerzo que implica ser relevante en un ámbito evanescente como el de los videos cortos en una de las razones por las que los bailarines se acercan a Shinn y su iglesia Shekinah.
Sin embargo, limitada por una lectura melodramática y moralizante del conflicto y su final anticlimático1, la serie no ofrece mayor profundidad sobre un aspecto central de la trama —tanto como para ser su subtítulo: le llaman TikTok Cult— que queda en segundo plano. A medida que las acusaciones contra Shinn se van haciendo más indignantes, se pierde un eje: en ocasiones, el poder de una red social para cooptar voluntades resulta mayor al de una secta. Podríamos decir que no sólo los acólitos del falso gurú están en una. Si pasás horas scrolleando, quizás también lo estés.
Las corporaciones saben usar los números a su favor. La penetración cultural de TikTok, entonces, parece reflejarse en una cifra que la compañía incluyó en su informe sobre actividad de los usuarios Music Impact Report: «el 84% de las canciones que entraron en [el ranking] Billboard Global 200 en 2024 se hicieron virales antes» en su plataforma, dicen. Es difícil oponerse al argumento, pero vale la pena contrastarlo. Por ejemplo, la influencia de la demanda: el auge de las versiones aceleradas para permitir su uso en un reel con tiempos limitados es un gran caso de estudio.
Los primeros treinta segundos de una canción son claves si lo que buscás es el interés de la gente y el beneplácito del streaming2. Esto genera, y es una obviedad, que los artistas compitan por la atención del público. En TikTok, además —si bien ha habido esfuerzos para privilegiar contenidos largos— los clips breves son tradición. De allí el surgimiento de los sped-up, en esencia unos créditos finales apurados en formato musical. Cuando la tendencia estaba en auge, muchos se preguntaban si haría que se olvidaran las composiciones originales. Yo me pregunto si alguna vez importaron.
La «comodificación de la música» popular contemporánea —como la bautizara el señero ensayo de Timothy Taylor— obliga al artista a regimentar patrones ajenos a la creación, tal lo explorado por Kyle Chayka en Filterworld, del que ya hablamos aquí. La lógica corporativa de las "leyes de mercado" impregna el quehacer artístico, reduciéndolo a la reiteración del cumplimiento de una serie de parámetros que se ofrecen como vías rápidas al éxito. Sin embargo, este suceso es pasajero; luego se convierte en estadística. ¿Es posible crear algo eterno obedeciendo las órdenes de la usanza momentánea? Supongo que lo averiguaremos.
El islandés Bjarki Rúnar Sigurðarson se hizo la misma pregunta hace poco. En 2022 creó Differance, su propio sello, como respuesta. Por si no lo habíamos entendido con la referencia al concepto derrideano homónimo, pasó los últimos años de su carrera —«impredecible y nada convencional», dicen los que saben— redefiniendo la experiencia sonora y su impacto cognitivo y sociocultural. En las entrevistas que brindó sobre a A Guide To Hellthier Lifestyle, su nuevo álbum, se expandió acerca de la necesidad de crear una música que no sólo hable de su contemporaneidad, sino que también le hable a ella.
"El capitalismo triunfa", le dijo a Marcus Barnes de Music Is The Answer, "cuando nos encuentra aislados, ansiosos e individualistas". Al mismo tiempo, nos anima a buscar el bienestar y la salud. "La gente se estresa tratando de relajarse", resumió en su nota con Foxy Digitalis. Esto lo llevó a direccionar su búsqueda hacia esas contradicciones. Lo que encontró —y el lenguaje que eligió para transmitirlo— es el eje principal de lo que no tuvo ningún prurito en catalogar como «obra conceptual», sin importar lo manoseado de la idea. En este caso, sin embargo, se distingue un propósito claro.
Porque Bjarki es un tipo entrenado en las virtudes del espacio sonoro, y conoce las estrategias que lo convierten en un aspecto clave de la escucha. Así construye composiciones que fluyen —pese a sus diferencias— y se acoplan en un todo por momentos acuciante. Sus texturas invitan a la abstracción, y la estructura temática se destaca por su graciosa ironía. Voces ficticias y sonidos extraños se entremezclan como en el confuso feed de una red social. Pero no desaparecen al scrollear: cada momento va dejando algo. La tarea es entender qué es exactamente lo que dejan.
«Brainrot». La imagen es elocuente: un cerebro en descomposición, la putrefacción avanzando con paciente lentitud hasta borrarlo todo. El término tiene tanta fuerza que Oxford lo ungió la palabra (en inglés) del año pasado3. Argumentan elegirlo como «un paso necesario en la conversación sobre humanidad e impacto tecnológico». Resulta importante, entonces, dar un poco de contexto. Se asocia la idea de "podredumbre cerebral" y sus supuestos efectos —deterioro cognitivo, falta de foco, fatiga mental— al consumo excesivo de contenidos de baja calidad en internet, que actúan como bombas de dopamina instantánea invitando al vacío intelectual.
Un estudio chino fue el primero en definir la «adicción a los videos cortos» como una de las causas de esta supuesta afección. Mientras algunos desmienten sus hallazgos, otros apuestan por un camino conciliador desmitificando el carácter irreversible del daño a la sinapsis sin dejar de expresar preocupación por el avance de las prácticas —doomscrolling, zombie scrolling— relacionadas. Mientras tanto, TikTok se lo apropió en un tono entre irónico y —como detalla Kieran Press-Reynolds en su recomendable columna en Pitchfork— riesgoso. En su lenguaje, brainrot es un tipo de publicación intencionalmente ridícula. El sinsentido capital de un mundo de sinsentidos.
Al ver esos clips se identifican varias capas de significados a desentrañar hasta llegar a la memética del asunto. Esto sugiere un proceso cognoscitivo que echa por tierra la posibilidad de un giro a la idiocia colectiva. Más bien podríamos decir que si suena demasiado fuerte tal vez no sea lo tuyo. El panorama cultural se está modificando de maneras cuyo efecto aún es imposible mensurar, es cierto, y hay que cuidarse de los espacios que sólo contribuyen al ruido. Pero tampoco es cuestión de sonar una alarma que aturda peor. Habrá que tomarse más de treinta segundos para pensarlo.
Spotify empieza a contar reproducciones a partir del trigésimo segundo.
En 2023 fue «rizz», y en 2022 «goblin mode». Parece que el voto popular influye (?).