El viejo y el pibe están cansados, jefe. Caminaron muchísimo, tirando de un carro cochambroso, para ver el mar. Cerca de la orilla, un naufragio. Ese barco ahí es la fucking Gioconda, pero al viejo lo único que le importa son las provisiones. Así que decide acercarse nadando. Antes le pide al pibe que cuide sus cosas, la chatarra absurda que los ata a la realidad. Lo que pasa después es obvio: cuando el pibe se despierta, justo para la vuelta —empapada, boqueante— del viejo, descubre que en esa tierra del sálvese quién pueda su distracción les costó cara.
Al viejo no le importa nada. O más bien le importa mucho. Acarreando al pibe, alcanza al vagabundo —¿acaso no son todos vagabundos?— que les robó. Lo apunta con la única bala que tienen, la que es para el paladar del pibe si él quiere. Pero ahora es para el ladrón si no obedece. La cosa se pone (más) turbia. Pese a que el pibe le implora que no, el viejo deja al tipo en bolas en medio de la nada. Un día no voy a estar más, le grita al pibe, y vos tenés que aprender.
Ahí The Road se bifurca1. No quiero aprender eso, contesta el pibe. Siempre el viejo repitiendo cómo ellos son los buenos ¿y ahora desnudan a un pobre gil hambriento? Canalizando todas esas cosas que no conoce, pero ha aprendido que existían en una civilización anterior —empatía, solidaridad, compasión— el pibe convence al viejo de devolver la ropa. El tipo no está, pero no importa. La lata de comida que el pibe deja sobre la pila de tela mugrienta es una pepita de oro desprendiéndose del lecho del río fétido de mierda en que la humanidad se ha convertido.
Sospecho un dejo atávico en la manera en que miramos Let It Be tanto tiempo después de su estreno. Es más fácil entenderlo de Get Back, su contraargumento2. Salió en pandemia, cuando juntarse en un mismo lugar era entre utópico y terrorífico. Ver a los Beatles tomar el té o inventar genialidades fue una forma televisada de esperanza. Creo que aún sin quererlo añoramos lo que un objeto así nos enseña de un tiempo que ya no existe. Podemos resumirlo —o teorizarlo— de este modo: hay una línea que une el Studio 1 de Twickenham con la habitación del Biza.
Al fin y al cabo, muchos harán un peregrinaje hacia la conservación de ese legado, una suerte de exposición vivificante del espíritu moribundo del rock en forma de su expresión más duradera: el gigantesco espectáculo de estadios. Ahí salta a la vista la deuda que, sin saberlo, tienen las generaciones que aún anhelan llegar a ese estrato con quienes lo impusieron como un valor. Para usar una expresión ad hoc, Javier Martínez caminó para que Dillom pudiera correr. Renegar de la discoteca de tus viejos sale mal, porque aunque la ruta serpentee, sigue avanzando en la misma dirección.
Esto no va a convertirse en una admonición para escuchar a nuestros mayores. Pero quizás haya algo más útil que pensar el ayer como una etapa superada, un obstáculo. Hay valor en el fuego de esa rebeldía, en romper todo y empezar otra vez. Podríamos también intentar entender cuáles de esos valores que nos fueron transmitidos como verdades inconsultas —que rechazamos con requerida iconoclasia juvenil— reflejaban entonces lo que hoy no sabemos cómo canalizar. Como diría un antiguo: «lo nuevo y lo viejo es como el cielo, siempre estuvo allí, no tiene tiempo».
Luciano Michelini jamás imaginó que se lo conocería por eso, pero no le importa. Después de todo, que una melodía suya se ancle en la conciencia colectiva es lo que cualquier compositor desea, aún si la historia no es tan memorable como el resultado. Con el tiempo, su canción —hecha para una película dramática (!)— se transformó en meme. Para Luciano, lejos de ser una ofensa, esa es la reafirmación de dos preceptos centrales de su obra. Consiguió la eternidad siendo fiel a sí mismo, alejándose de la solemnidad y abrazando el desprejuicio.
Si uno no supiera que Lorenzo es su hijo, bastaría con seguir la pista de su frondosa producción —que va de álbumes orquestales a solistas pasando por libros de teoría y DJ sets a una velocidad inusitada— para sospecharlo. Quizás buscando matizar el impacto de su herencia, eligió un nom de plume que le queda muy bien a su obra: aunque cueste seguir la lógica que rige semejante derrotero, visto en conjunto, ese corpus dice algo que las partes individuales sólo traslucen. Que es parte de un fluir que tiene tanto de artístico como de vital.
¿Qué pasa cuando un padre y su hijo se unen para crear una obra de arte? Lucifer no busca ser la respuesta a esa (ni a ninguna) pregunta. Pero bien podría ser una forma de ilustrar lo que surge de la evocación del conocimiento transmitido a través de la sangre y sus múltiples manifestaciones. Se trata de una colección de momentos que no siguen una línea, fluyendo entre viñetas de aire diáfano e instantes de cerrado misterio. Fiel a la naturaleza —y la intención— de sus autores, esa seductora intriga aparece como el sello particular de un legado compartido.
Hace unos años, Chai Editora trajo al país la colección de ensayos de Peter Orner ¿Hay Alguien Ahí?3. Como toda exploración del oficio de la escritura, es y no es un libro sobre escribir. Más bien se diría que es un libro sobre vivir escribiendo. En el prólogo, Orner muestra bien claras sus cartas. Cuando se quiso acordar, hacía un año que su papá se había muerto: un año en el que no había podido escribir ficción. «Mi padre siempre había sido un personaje más dentro de mi vida», dice. «Sin él ya no tenía a mi criatura más extraña».
Así que decidió escribir sobre sus lecturas. Escribir sobre escribir. Pero, también, escribir sobre lo que lo llevó a escribir. «Mi padre leía todo el tiempo», recuerda, y uno sabe que esa memoria de una mesa de luz llena de libros le dice algo a Peter sobre el misterio inasible del arte. Pasamos ¿Hay Alguien Ahí? leyendo cómo intenta lidiar con la muerte, el remordimiento y la ausencia. Peter Orner descubre día a día el enigma de los recuerdos —la herencia de alguien que ya no está— y la influencia que tienen en lo que nos hemos convertido.
Es inherente a la condición humana tener una relación problemática con su legado. En la alegoría del Angelus Novus, Walter Benjamin describe cómo el Ángel de la Historia ve en el pasado «una catástrofe única que amontona ruinas». Quiere detenerse y arreglarlo, pero no puede. «Desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas», cuenta Benjamin. «Ese huracán es el progreso». En su rugir caótico, el futuro arrastra todo, pero no lo deja atrás: se lo lleva puesto. Estando dentro del ojo pacífico de la tormenta podés pararte a contemplarlo. Es un segundo. No lo dejes pasar.
Am I Alone Here? en su idioma original. Fenomenal traducción, por cierto.