Parece chiste, pero encontré un vínculo entre los dos libros —otrora bastante disímiles— con los que pasé un rato estos días. El Too Much Too Young1 de Daniel Rachel y el cuaderno Anagrama Free Jazz de Mariano Peyrou se conectan a partir de una unidad básica de entendimiento: el ritmo. En el corazón de los géneros (y movimientos) que trasuntan late —mejor dicho, redobla— un espíritu que se preocupa más por contagiar desde lo cinético que desde lo emocional. A su vez, el eje común los reúne en torno a una tradición de la que son partícipes y renovadores.
Jerry Dammers navegó las contradicciones de su época y lugar —finales de los ‘70 en el Reino Unido— dándose cuenta que la cosa no era ni blanco ni negro, sino ambas combinadas. Así nació 2-Tone, sello discográfico que a su vez le legó su nombre a una movida que resultó nostálgica y novedosa en partes iguales. Su visión antirracista se expresó en una música que vistió al punk con un look bailable y contagioso. «Un día escuché "Smoking My Ganja" de Capital Letters», le contó Jerry a Rachel, «con su pulso ska». «Ese fue mi momento eureka».
Dammers se había inspirado en un estilo que Rachel define como «la banda sonora de la independencia de Jamaica». «Adoptado por los desposeídos, el ska se convirtió en la música de los bandidos». El 2-Tone, con «su ritmo palpitante, casi religioso», vino a darle a ese añoso pulso un nuevo sentido. Casi como lo que Peyrou describe cuando afirma que «el free jazz se basa en la concepción africana de la música» donde «el ritmo es el elemento más importante». Allí donde se «difumina el límite entre lo melódico y lo rítmico» yace una revelación.
Lo que me lleva a una pregunta que se planteó primero The Guardian, pero tuvo su forma definitiva en Pitchfork. Con perdón del neologismo, ¿se puede copyrightear un ritmo? El sitio que se resiste a morir elabora una cuidadosa genealogía del conflicto que podría sacudir los cimientos de la música pop como la conocemos: el caso "Fish Market". Hay que remontarse —formalmente al menos— a 1989, cuando el dúo de Wycliffe "Steely" Johnson y Cleveland "Clevie" Browne lanzó al mercado una canción que lleva ese título. A prima facie parece otro tema más, evanescente y bailable, pero no lo es.
Porque, arguyen (los abogados de) Steely & Clevie, la composición lleva como base la primera instancia registrada de una cadencia conocida como dembow. Este loop inconfundible toma su nombre de una canción de 19902 que, construyendo sobre lo hecho por la pareja jamaiquina —a la que acreditan como compositores— destiló su componente rítmico y lo hizo eterno. Pasaron unos treinta y pico de años, y ese boom-ch-boom-chick empezó a colarse en las discotecas, las radios y los parlantes de toda una generación a partir del movimiento que la utilizó más que ninguno: el reggaeton.
Johnson y Browne no vieron un dólar de eso, y ahora buscan una reparación. Pero como se pregunta Isabelia Herrera en Pitchfork: ¿es justo apropiarse una estructura percusiva que ya estaba en la habanera o el tango? Herrera amplía su búsqueda hasta hallar la similitud del dembow con «el konpa haitiano, el zouk de Martinica y la soca de Trinidad y Tobago». La ubicuidad de este compás parece probar que su raíz es inasible. Volvamos, entonces, a la pregunta inicial. ¿Está la ley —o la humanidad que la sustenta— lista para hacer de su legado cultural una propiedad?
Gente rara los bateristas. Hay que analizar el efecto en sus cerebros de la particular combinación de facultades que se requiere para ejecutar su instrumento: gran noción del tiempo y sus microscópicas divisiones, excelente coordinación en el movimiento del cuerpo y comprensión de las maneras en que su labor elastiza las relaciones que establecen los demás músicos a su alrededor son algunas. Peyrou menciona entre los grandes del free jazz a varios de ellos —Ed Blackwell, Elvin Jones, Rashied Ali— y los reivindica por haber subvertido el orden escénico hasta ponerse en el centro. No es poco.
Louis Cole fue un paso más allá. Se volvió un propulsor en sí mismo, como si el ritmo lo utilizara de vehículo. Angelino de padres músicos, toca desde los nueve años y recreó con varios proyectos —el más conocido es Knower— un mundo donde el pulso del jazz se entremezcla hasta unirse con la electrónica, el funk y también, claro, el pop. No le costó mucho hacerse ver, y usó esa exposición para seguir creciendo, cambiando, volando alto y pensando en ese destino de ser el conductor de su propio tempo.
"Conductor" es una palabra apropiada para la aventura que emprendió en nothing, su quinto álbum solista. La Metropole Orkest holandesa le hizo de cómplice en una gira por Europa. La idea era revisitar su repertorio en formato orquestal, pero el devenir rutero le permitió crear algo mejor. A lo largo de más de una hora, Cole atraviesa estados de ánimo, estilos, arreglos y —por supuesto— ritmos a velocidad frenética, como si no pudiera quedarse quieto3. El resultado sorprende y emociona sin resultar abrumador. El secreto está en la raíz que sostiene todo: el beat, cambiante y persuasivo.
Richie Weeks laburaba en el correo. A la salida, cargaba a sus compañeros en una limusina y se iba a tocar a la disco. Corrían los ‘80 y un tema suyo, "Rock Your World", era la banda de sonido de la noche neoyorquina. Pero Richie no vería los frutos de ese éxito. Pasaría años tratando de olvidar y seguir adelante. Taking Back The Groove es el título de un documental que cuenta todo esto. Devela un final agridulce y alentador. Aunque Weeks nunca obtuvo su reparación, recuperó sus canciones. En su mundo, es una pequeña gran victoria.
Porque lo que Taking Back The Groove muestra, sobre todo, es la injusticia que la industria ha cometido con la cultura afroamericana. Derechos han sido mancillados, artistas olvidados. Tal vez por eso, cada vez que uno de ellos busca ser reivindicado por su aporte a la maquinaria, su reclamo no puede dejar de verse con cierto ánimo justiciero. Desde acá puede perderse perspectiva, pero es necesario que la relación entre este fenómeno y la esclavitud siga siendo inextricable. Sólo así se entenderán el tamaño de la injusticia y de la necesidad de revancha.
Ahora bien, esto no debería ser excusa para que esa cultura se convierta en objeto de consumo. Después de todo, así se cementa el sistema: a través de la fortificación de sus parámetros de aprobación. «En África», escribe Peyrou, «la creación es colectiva y eterna. En Occidente, es individual e histórica». Buen resumen de la contradicción. Hay cosas de las que es imposible ser dueño. Podés ponerle nombre a una estrella, pero ya brillaba lejos tuyo mucho antes de ser bautizada. Tal vez lo único que se necesita sea entender que no fuiste el primero en mirar al cielo.
Ojalá sea traducido a nuestra lengua.